El otro día, viendo El Hormiguero, en la sección de tertulia, Pablo Motos sacó la noticia de que en Madrid se había propuesto informar de manera obligatoria a las pacientes sometidas a un aborto de la posibilidad de sufrir un síndrome postaborto.
La mayoría de tertulianos respondieron lo previsible: que ese síndrome no existía, que no había evidencia científica sólida, que no se podía obligar a informar sobre algo “no probado”. Solo una de ellas, curiosamente la que suele dar la imagen más superficial, recordó que existía al menos un artículo científico en Canadá que describía trastornos mentales tras un aborto en un grupo de pacientes, y que, personalmente, a ella sí le gustaría ser informada de todas las posibles complicaciones médicas tras la intervención.
Yo, que nunca había oído hablar formalmente de ese supuesto síndrome, entré en PubMed y busqué post abortion syndrome. Aparecieron 414 artículos científicos. No sé si está definido como entidad nosológica exacta, pero desde luego “algo hay”.
Ahora bien, más allá de si existe o no, lo que de verdad importa es otra cosa: el consentimiento informado. La ley de autonomía del paciente obliga, en cualquier procedimiento quirúrgico —y el aborto lo es— a informar de forma clara y comprensible sobre:
- en qué consiste el procedimiento,
- sus alternativas,
- y todas las posibles complicaciones, sean frecuentes o poco probadas.
No es un capricho burocrático ni un formalismo legal: es la manera de garantizar que el paciente entienda a qué se somete y qué puede ocurrir después.
¿Por qué el aborto debería tratarse de manera diferente? ¿Por qué no aplicar al aborto el mismo rigor informativo que exigimos en una apendicectomía, en una cesárea o en cualquier otra intervención quirúrgica?
Esto no es política: es ética médica. Y la ética médica es clara. El consentimiento informado no solo es obligatorio por ley: es un derecho del paciente y un deber del médico.